En los últimos tiempos la ciencia que estudia los terremotos ha evolucionado muy rápidamente. Pero hace siglos que los humanos intentamos explicar de manera científica el origen de los sismos. Como es habitual en la evolución de la ciencia, teorías que en su momento fueron útiles para explicar los terremotos, dejaron de serlo debido al aumento de las observaciones y la obtención de nuevos datos.
En la antigua Grecia, por ejemplo, hace unos 2.350 años, Aristóteles propuso que el origen de los sismos era el viento que quedaba atrapado en el interior de las cuevas. Muchos siglos después aún se usaban hipótesis similares para explicar el origen de los sismos. Así, por ejemplo, después de un sismo destructivo ocurrido en Pinos Puente (Granada) en 1807, se propuso reabrir un gran pozo (el pozo Ayron, de época musulmana) que permitiera la salida y circulación de aire subterráneo para evitar futuros terremotos.
En Europa, el estudio de los terremotos dio un gran paso gracias a las discusiones científicas que suscitaron los sismos ocurridos en Lisboa (1755) y en Arenas del Rey (Granada, 1884). En plena época de la Ilustración, las «luces de la razón» trataban de refutar las explicaciones de tipo religioso que asociaban los terremotos a castigos divinos.
Una de las primeras descripciones que relacionan los sismos con fenómenos producidos por fallas geológicas son las que realizó el geólogo británico Charles Lyell tras el sismo de 1853 en Nueva Zelanda. Medio siglo antes, durante sus viajes por la cordillera andina, el astrónomo, humanista, naturalista y explorador alemán Alexander von Humboldt describió los efectos de grandes sismos y erupciones volcánicase hizo referencia al levantamiento de las montañas como una consecuencia de los sismos:
Pero no fue hasta principios del siglo xx cuando se aceptó de manera general que los sismos son una consecuencia de la deformación de la corteza terrestre y las fallas su manifestación directa en la superficie. Esta teoría adquirió fuerza después del sismo de San Francisco del 18 de abril de 1906, ya que entonces se pudo trazar una cartografía detallada de la ruptura en superficie de la falla de San Andrés, que alcanzó una longitud de 477 km. Unos años después, en plena revolución mexicana, el geólogo Fernando Urbina y el sismólogo Heriberto Camacho, que trabajaban para el Instituto Geológico de México, describieron también muy detalladamente los movimientos a un lado y otro de las fallas del Graben de Acambay, que se movieron durante el sismo del 19 de noviembre de 1912.